Comentario
La descripción de Suetonio y los restos de lo que en el Renacimiento se llamaban las Grutas de Esquilino (de donde el nombre de los grutescos que allí se reinventaron) permiten hacerse idea de lo que aquello fue:
"Para dar a conocer su extensión y su esplendor baste decir lo siguiente: en su vestíbulo se pudo alzar un coloso de ciento veinte pies de altura con la efigie del propio Nerón; el tamaño del edificio era tal, que tenía pórticos de tres hileras de columnas y de mil pasos de longitud; un estanque que parecía un atar, rodeado de casas como una ciudad; y por si fuera poco, un parque en que se veían cultivos, viñedos, pastos y arboledas varias, con multitud de ganados y animales salvajes de todo género. En el resto del edificio todo estaba revestido de dorados y realzado con piedras preciosas y madreperlas. La techumbre de los cenadores estaba compuesta de tablillas móviles de marfil para que desde arriba se pudiese derramar sobre los convidados flores y perfumes. El salón principal era redondo y giraba sin cesar sobre sí mismo, día y noche, como el mundo...".
La obra de Nerón fue, más que una extravagancia, un desatino: dar a una casa de campo, a una villa romana, las dimensiones gigantescas de un palacio real helenístico. "Roma se convierte en una casa -decía la musa popular-. Emigrad a Veyes, romanos, si es que esta casa no ocupa Veyes también". Y por si lo primero fuera poco, tener la audacia y el cinismo de instalarla en el casco urbano de la capital del mundo.
Dos arquitectos de fama, Severo y Céler, dirigieron los trabajos. Lo que de ellos queda es un pabellón de 300 metros de largo por 190 de fondo, al que se superponen los restos de las Termas de Trajano, construidas sobre el relleno de la Domus. La fachada recuerda a las de algunas villas representadas en pinturas pompeyanas, con su centro retranqueado. La concavidad tiene aquí forma poligonal, lo que redunda en anomalías y dificultades en la distribución de los ambientes de las alas: habitaciones triangulares, muros oblicuos, estancias de planta irregular, espacios oscuros o perdidos. La distribución del ala izquierda, aligerada por un gran patio y menos pretenciosa que la otra, ofrece menos anomalías; pero la de la derecha fue revolucionaria, y sus consecuencias se hicieron patentes en la arquitectura flavia, en sus concepciones espaciales. Es característica la gran sala octogonal cubierta de una bóveda ochavada, es decir, de una cúpula octogonal en su arranque y de casquete esférico en la culminación, donde se abre un óculo precursor del de la cúpula del Pantheon. A su alrededor la planta parece el trasunto de una roseta de caleidoscopio, cinco salas se abren al octógono como los pétalos de una flor. A pesar del gran foco de luz que priva a la sala octogonal de su carácter de espacio interior, la intención del arquitecto fue la creación de volúmenes espaciales, de tal manera que los elementos sólidos son mero cascarón de los espacios que contienen. Por sí mismos, nada significan.
Pero Nerón no estaba solo. La villa campestre permitía al romano gozar de la naturaleza como a él más le gustaba, no la naturaleza salvaje e incontrolada, sino la naturaleza domesticada, dirigida y administrada por el hombre. La palabra centuriación responde a este concepto en su acepción popular: la distribución a colonos de una gran extensión de tierra según los puntos cardinales y demás requisitos de la agrimensura -disciplina romana, si las hubo-, dividida en parcelas rectangulares idénticas y concedida a cada uno de los habitantes de una nueva ciudad. La ciudad, la colonia, se amolda a un patrón similar, castrense: el campamento legionario, con su cardo y su decumano como ejes de coordenadas, y las demás calles tiradas a cordel formando un casillero de manzanas de casas.
Educado en tales pautas, el ojo romano no puede concebir el paisaje sin unos límites, sin unos marcos, sin unos ejes que lo guíen y conduzcan. No sólo villas de campo, sino casas urbanas como las de los últimos días de Pompeya, no escatiman terreno para dar amplitud a sus pórticos, a sus jardines y peristilos. Las acequias de los euripos, las pérgolas que los flanquean, las fuentecillas y los quioscos o edículas que animan los jardines, están trazadas a regla y a compás para deleite de quien pasa del interior de la casa al triclinio descubierto del hortus, y desde sus lecti contempla la fresca y amena vista del jardín en perspectiva; casas como la de Loreyo Tiburtino y Julia Félix, tan inolvidables la una como la otra.
Si ya en época de Augusto era prácticamente normal el transporte de Egipto a Roma de los enormes monolitos de los obeliscos, y de bloques de los mármoles y jaspes más llamativos que tenía el mundo, ese comercio de piedras ornamentales se generaliza a partir de ahora: el mármol dorado o giallo antico, de canteras ignotas, de Numidia, probablemente exhaustas ya en la Antigüedad; el pavonazzetto, de moradas vetas; el verdoso cipollino; el sanguinolento rosso antico, nunca más vuelto a encontrar; el bícromo -rojo y blanco sobre fondo negro- africano; el moteado de tonos cálidos del portasanta; el granito rosa de Assuán, el de los obeliscos; el granito gris del desierto líbico; el pórfido; la serpentina... de todos ellos se hacen columnas monolíticas que llegan a su destino desde los puntos más distantes del imperio e incluso de fuera del mismo. Hacía falta una organización digna de éste para que toda clase de piedras, cualesquiera que fuesen su peso y su tamaño, llegaran a la capital sin experimentar contratiempos. Y además de la organización, hacían falta los agentes especializados. Estos los tenía Roma en los peones y en los ingenieros de su ejército y de su flota, capaces de construir túneles y puentes, carreteras y cisternas en las estaciones del desierto, de transportar columnas de toneladas de peso a través de terrenos impracticables. La arquitectura polícroma romana, tal como puede verse en el interior del Pantheon y en su pórtico, con sus columnas de fuste monolítico, que la dureza del granito egipcio impedía dotar de estrías, pero no combinar con capiteles y basas de mármol blanco perfectamente tallados y moldurados, es el mejor exponente del espíritu, tan distinto del griego, que anima a la arquitectura romana.